Un árbol, un país (y III)
El árbol ideal
Nos acercamos a uno de esos finales difícilmente creíbles pero inmensamente satisfactorios. Puesto que la comprensión va más allá del entendimiento, volvamos a mirar los árboles. En una España en que la idea de aquel interminable sobrellevar el problema catalán se ha disuelto, los árboles cobran sentido de la realidad porque reaccionan sin abandonar la tierra a su triste suerte. Imposible que no ejerzan un influjo sobre su entorno. Hubo un tiempo en que las desgracias se atribuían a su tala: se hacían ritos de hermanamiento y, antes de derribarlos, se les ofrendaba.
Volvamos a establecer paralelismos; en la realidad no vemos sino una copia incompleta de las ideas. Haciendo un esfuerzo de imaginación, la configuración de España halla su equivalente en las distintas partes de un árbol. Las raíces son como un espacio cerrado, inexpugnable. Su fuerte tronco, una lengua invisible y poderosa. Sobre ese tronco, en la copa del árbol, hay una huída hacia adelante: las ramas más altas, que apuntan el cielo, proporcionan una visión del futuro. La fronda —hojas, flores y frutos— suscita envidias. Desde el comienzo, ese árbol exige poda de formación: indispensable formar las ramas maestras.
Intervengamos sobre la realidad. La poda de las plantas leñosas estimula la producción de vegetación nueva, flores y frutos, y sirve para eliminar brotes o ramas enfermas o muertas. Otra particularidad: mantiene nuestro árbol dentro del espacio disponible si crece más de los esperado. ¿A qué equivale la poda en el plano real? A la búsqueda de equilibrio. Un corte vigoroso, necesario, estimula el crecimiento pero uno ligero ocasiona el resultado opuesto. Aceptemos la realidad de la analogía. Por la relación que se establece entre dos elementos, la poda se torna acción, imposición de una praxis, reglamentación de las cosas.
Ahora bien, no toda la clave del asunto está en la poda, contamos con el injerto. Cuando se trata de árboles frutales es posible mejorar la fruta a través del injerto. Esto es el equivalente a una inversión extranjera. Los territorios españoles se parecen a los árboles: unos son oriundos del suelo en que crecen y otros son el resultado de trasplantes e injertos. Extraordinaria sutileza de la afinidad. El injerto es un procedimiento de multiplicación que consiste en unir la púa de cierta variedad con un patrón de injerto más activo y eficaz. Para obtener la mejor cosecha, los árboles pueden reproducirse por trozos vivos provistos de yemas: cepas, acodos, estacas. Esa unión es lo mismo que el desplazamiento, por una conjunción de circunstancias adversas, de una región a otra: la migración.
Desde el momento del injerto, el crecimiento del frutal es un arte reservado a la poda. Una buena cosecha depende de la aireación y de la nivelación. Ello contribuye al cuidado del árbol. Ninguna rama debe descuidarse ni recibir un exceso de atenciones. Para no estropear las ramas destinadas a crecer, se usan herramientas convenientes, se dictan leyes adecuadas.
Una advertencia: nunca obtendremos el fruto del árbol si antes no nutrimos sus raíces. De igual modo, nos comprometemos a proteger el paisaje del mundo hispánico.
En España esto es lo que hay. La encina brilla con luz propia. Y el pino mediterráneo representa a la luminosa periferia. En el naranjo, que está lleno de encantamientos, encontramos soluciones para la articulación territorial de España. Nada rompe su embrujo. Cada árbol frutal necesita una técnica de poda determinada. La poda de fructificación del naranjo, que tiene que ser suave, mantiene ligeramente aireado el centro de la corona. En la poda del manzano se aclara el interior de la copa para que las ramas no se entrecrucen ni enreden. En el peral se cortan todas las ramas jóvenes mal colocadas que puedan comprometer la simetría de la copa u ocupar indebidamente el centro, que ha de quedar libre para que el sol penetre en la corona. En cuanto al membrillo, se podan los brotes laterales demasiado largos, puesto que como tienden a inclinarse hacia abajo pueden acabar desequilibrando la corona. Cada tipo de poda se traduce en ley, en actuación, en reglamentaciones.
Cuando un territorio exige inversión, se aplica una poda de producción, que favorece el aumento de yemas, de puntos de desarrollo de brotes, flores u hojas, y de ese modo el árbol fructifica en abundancia. Una poda verde, que sirve para eliminar el exceso de yemas o de brotes que comienzan a crecer, viene a poner en marcha toda una estética del asombro. Una poda de renovación, que son cortes efectuados en ramas de dos o tres años para provocar la formación de brotes a partir de yemas precoces, se encarga de velar por el equilibrio de las ramas, entre las regiones. La poda de prolongamiento, que se efectúa por encima de una yema para prolongar un tallo que se desea que fructifique, es una emergencia propia en regiones poco favorecidas. La poda de limpieza, que consiste en retirar las ramitas enfermas, muertas o que estén mal orientadas, se realiza en frondas que sufren las angustias del presente… Pero ya he dicho bastante. La poda, por regla general, garantiza el derecho de existencia de las regiones. Cada árbol, del mismo modo que cada región, es un depósito de fuerzas y de frutos salidos del sol y de la tierra, y nosotros podemos extraer esas fuerzas y producir esos frutos. Ya tenemos el árbol ideal. La armonía con el entorno procura la creación de mundos fascinantes. La arboricultura y la organización territorial se nutren y se complementan mutuamente.
Termino sin dejar de soñar. A través de la analogía, la política se reconcilia con el territorio. En nuestra imaginación se realiza el deseado arreglo del «problema». La magia es la creación, y ésta, el todo, la poesía, la verdad, la inspiración. No sé que más decir para convertir en idea mi visión. Lo importante es que tenemos que seguir juntos.
Escrito por Ignacio Viladevall