Un árbol, un país (II)

Un árbol, un país (II)

Dialéctica de la fronda

Duró poco la alegría, el alborozo «Cuando soñamos que soñamos —dice Novalis— está próximo el despertar.» En el siglo XV empieza a hacerse patente la decadencia de Cataluña. Martín I el Humano no deja heredero, y un príncipe castellano, Fernando de Antequera, empuña el cetro de Aragón. Con aquel rey de Aragón se extinguió la dinastía de condes de Barcelona; hay vergeles con frutales que tampoco destacan por la abundancia de frutos. Luctuoso acontecimiento, de todos modos. Fue una ruptura histórica y un comienzo, el nacimiento de algo importante. Ésta es la realidad de los hechos. Nada debe llevar a deformar lo acontecido.

Entre 1469 y 1556, mientras España es la primera potencia de Europa, Cataluña desaparece como potencia. Los catalanes viven en un mundo desvanecido.

Desde los comienzos, la fronda española da frutos en abundancia. Su cosecha intelectual empieza a ser extraordinaria. No en vano, nos acercamos al Siglo de Oro. Otra curiosidad del plano real: en el año 1500, en el extranjero ya no se dice más que «el rey de España». El matrimonio castellano de Fernando el Católico con Isabel es la clave de la unidad española. Lástima que todo fue un ensueño momentáneo. Las nuevas ideas no se abrían paso. No creo, como muchos, que en la concepción de la España moderna predominase la ambición comercial y económica; más bien se imponía la concepción territorial y religiosa de la expansión. No se supo evitar que el tronco tomara una dirección errónea.

A todo ello hay que agregar la inadaptación de España al capitalismo. Qué empezaba a sucederle en esta época, no se sabe. El imperialismo español no acierta a lanzar una economía moderna. Ni se le ocurre pensar que en la sociedad española existe una tradición hispánica de luchas por la autonomía y la independencia: los comuneros, Cataluña, Aragón, los vascos… A la luz de la historia, todo esto constituye un error. Nada le hace pensar que hay una problemática. Pero su gran limitación fue sin duda la falta de imaginación.

Opongamos la fantasía a la falta de inventiva. Sea España una encina, la fronda de una magnífica encina. Tiene ese árbol magia, conoce el arte de realizar cosas extraordinarias. El «Quercus ilex» se extiende por todas las provincias españolas, y todo él —raíz, tronco, fronda— tiene un significado particular. Diré más: contemplarlo es una acción que tiene mucho significado. La analogía es la ciencia de las correspondencias. Por el recurso de la imaginación esto es aquello porque esto es como aquello, y no resulta imposible tender un punto entre esto y aquello. ¿Cómo mantener el árbol nacional de España? Para facilitar el desarrollo de la pradera, la encina exige tallar su copa para hacerla más fructífera y aumentar la producción. Se aclara más en el centro para aumentar su volumen, y de este modo, mediante la eliminación de ramillas finas, se favorece una vigorosa superficie periférica.

A la encina no vamos a escatimarle elogios. Al preferir terrenos secos y frescos, estos suelos que abundan en España, es la base para repoblar millones de hectáreas irrecuperables. Sus densas copas crean un microclima moderado que favorece la formación de un sotobosque muy beneficioso para la tierra.

Las frondas fallidas

Volvamos a la historia de España sin perder de vista los árboles. Sigamos abarcando lo real y lo imaginario, lo pensado y lo soñado. La analogía concibe el mundo como ejemplo e ilustración. Hubo tradiciones en que los dioses se manifestaban a través de árboles. No es imposible que así fuera: en presencia de la luz solar absorben anhídrido carbónico y desprenden oxígeno; realizan un papel de primera magnitud en el intercambio energético. No sólo necesitamos árboles para respirar; también para vivir en buena armonía. De manera que las diversas regiones de España podrían ser árboles que conforman una red de visiones que profieren palabras confusas.

En 1640 Cataluña, que no conoció la postración de Castilla pero sufría innumerables agravios, se había sublevado. En el siglo XVII España no se da cuenta de cuanto administra. No fue azar que su decadencia culminara con las rebeliones catalana y portuguesa, las sublevaciones de Nápoles y Sicilia y la independencia de los Países Bajos. ¿Cómo salir del aprieto? Quevedo se hizo cargo de la desesperación del momento: «Ahíto me tiene España,/ provincia si antes feliz,/ hoy tan trocada.» El tema sigue siendo el del vuelo y la osadía que traspasa los límites, la fascinación por la caída y la atracción por el abismo. Faetón. En Castilla ni los intelectuales ni la sociedad estaban preparadas para dar el salto a la modernidad. Ya se puede formular alguna conclusión. No atina el Estado en dar respuesta, el ocaso del Imperio se hace realidad. España pasa de los sueños a un sueño sin sueños: las visiones pasan de lo ideal a lo caótico.

Pero la gran discusión empezó hace trescientos años. El 11 de septiembre de 1714 es una fecha que juzgamos esencial. Barcelona desfallece y se derrumba. Abandonada a un auténtico memorial de agravios, Cataluña descubre su vulnerabilidad. Durante el reinado de Carlos III se fortalece uno de los mayores vicios del estado español: el centralismo.

En el siglo XVIII, mientras en España todo era gris, Cadalso recuerda una armonía roja y amarilla. Sus tesis sobre la sustancial diversidad de los pueblos de España «dividida durante tantos siglos en diferentes reinos» reclaman nuestra atención. La lectura del texto vale la pena. En opinión de José Manuel Caballero Bonald la idea contiene un germen en el ideario federalista.

En el siglo XIX el imperio español pierde en el mundo forma y medida. Ciertas regiones, que van adquiriendo espíritu de grupo, se afirman como naciones prósperas. El problema regionalista se acrecienta. En el año 1842 el general Espartero declara que Barcelona «para el bien de España ha de ser bombardeada cada cincuenta años». Infausta manifestación. Y ese mismo año, desde el castillo de Montjuich, tritura la Barceloneta. Más claro el agua. El poder político y militar es español; y el poder económico, catalán. Dice una historia de España que el país conoce «un doble complejo de inferioridad: político en el catalán, económico en el castellano». La tierra, la lengua, la industria que se va extendiendo, designan a Cataluña. Pero la presión que esta región ejerce es discontinua. No deja de ser extraordinario que en un momento dado recobre conciencia y resurja, como el Guadiana. La vitalidad catalana resulta a todas luces increíble, de igual modo que un saúco, que puede cortarse o quemarse y a los pocos años vuelve a desarrollarse. Ese árbol tiene un sistema radicular que le permite una pronta regeneración.

Numerosos son los pecados originales de España. El afán de vivir a costa del Estado constituye el obstáculo que le impide conocer la prosperidad. Mientras en Cataluña «existe una burguesía activa y toda suerte de capas medias acomodadas que cultivan el trabajo y el ahorro, en el centro dominan los viejos modos de vida». Aunque hay una especie de obsesión en decir que se trabaja mucho, el español de antaño busca refugio en el Estado, ignora la iniciativa privada. Cataluña reprocha a España esa necesidad de crearse un mundo de puestos ficticios que percibe un sueldo por la fuerza de la inercia. Miembros inútiles, desembolsos dispendiosos, instituciones ineficaces. Cataluña y España —Madrid y Barcelona— empiezan a verse como lo seco y lo húmedo, el frío y el calor.

En el siglo XX la política española se orienta hacia la intransigencia. Aunque una mente privilegiada apunta que el «problema catalán» debe de sobrellevarse —esto significa conllevar o aguantar como una desgracia—, la susodicha cuestión no sólo se soporta, en ocasiones se ignora. La convivencia es dolor infinito, inútil. Los historiadores no esquivan ese tema. «El castellano sólo ve en el catalán adustez, sed de ganancias y falta de grandeza, y el catalán sólo ve en el castellano pereza y orgullo.» Pero la cuestión de fondo es que no hay entendimiento. En la España moderna está presente el pasado imperial y en Castilla pervive el anticatalanismo. La literatura de Baroja confirma ese desleal sentimiento. El periodismo oficial dice pestes de Cataluña, pero no importa lo que digan, las calumnias no se entienden. Así transcurría la vida política española, siempre inmutable.

El gran tema sigue siendo la inexistencia de un proyecto nacional. Después del fracaso de la Segunda República, se toman medidas extremas. Durante el franquismo Cataluña, aun sobreviviendo a toda clase de purgas, continua en desgracia.

En 1975 la monarquía se saca un as de la manga: la España de las autonomías. Viene a ser un recurso discutible. Aunque la transición está llena de mensajes edificantes, después de los aplausos y las aclamaciones, ¿qué? Inútil decir que Cataluña juzga el presente con arreglo a una pauta económica, un pacto fiscal. La poda del árbol, la falta de acuerdo, causa heridas y debilitamiento, el equilibrio entre la raíz y la copa queda afectado. Esto es explicable: se ha podado una rama demasiado gruesa y la superficie de la herida ha favorecido la invasión de agentes patógenos. Consecuencia: bacterias, podredumbre y hediondez. Después de las últimas manifestaciones del 11 de septiembre, Cataluña quiere protegerse marchándose del presente. Parece suscribir el credo de Chateaubriand: «Muramos enteramente por miedo de sufrir después.» El lenguaje tiende naturalmente hacia su propia destrucción. En los catalanes se nota un sentimiento de división: mientras unos se consideran un pueblo completamente diferente al español y, es lástima, proponen separarse de España, en otros el alejamiento se torna melancolía y la nostalgia se resuelve en decepción. Nada enciende más dudas y controversias que el reto soberanista. Las instituciones revelan una cautela que colinda con la inacción. Todo es humo. No podemos hacernos una imagen clara del país en que vivimos. Se ha ido demasiado lejos. Cuidado: el querer vale más que el saber.

Ignorar la relación y los lazos entre Cataluña y España es un error tan grave como ignorar la relación entre mundo y naturaleza, entre medio geográfico y destino humano. España es un país, o sea, un territorio que constituye una unidad geográfica o política natural. Y Cataluña una nación, una comunidad que vive en un territorio y está unida por lazos históricos y lingüísticos pero que pertenece indiscutiblemente a un país: España, naturalmente. Esta tierra no es divisible.

El deseo de unidad se vuelve cada vez más exigente. No basta con que todo sea racional: ese deseo quiere la reconciliación de lo racional con lo irracional. No hay unidad que no suponga una mutilación ideológica, una pérdida, algún quebranto. Es de temer que se produzcan cambios difíciles de asumir, pero es de esperar que nada dependa del azar. España es un país de naciones, en serio, y en ese marco, Cataluña, como Stendhal, es diferente. Distinta, diversa y divergente. Dado que una nación es una manera especial de vivir, merece otro trato.

Escrito por Ignacio Viladevall