Un árbol, un país (I)

Un árbol, un país (I)

Que versa sobre un árbol que
da forma y medida a España.

Magia e ideales

Los árboles no sólo saben de magia, provocan éxtasis y visiones, cosas que se ven como si fueran reales sin serlo. Lo cierto es que no les son imposibles los prodigios.

Cada árbol es una prolongación de la tierra que brota como un idea. A través de un árbol se alcanza cierta aptitud para ver. Viene a darse como una operación mágica destinada a transmutar la realidad. No es exagerado decir que los árboles contienen en su interior sabiduría, intuición, clarividencia. Se vislumbra algo más que futuro. ¿Acaso no tienen una esperanza de vida que sobrepasa la de la mayoría de seres vivos? Están tan llenos de signos propicios que empezamos a creer en lo inverosímil. Admiramos su movimiento, su poder de crecimiento y de creación. No se puede sino ensalzar su capacidad de regenerarse, de comunicarse con su entorno, de resistir situaciones adversas. En la sombra se siente su aura palpable, la realidad de la fascinación.

Los árboles de España son legendarios. Antiguamente los pueblos hispánicos confiaban en ellos. Los antiguos creían a ojos cerrados en los poderes de su clarividencia, comprendían sus virtudes, sus bondades. Por la magia que emanaba, el árbol era visto como pacificador, intermediario, juez de paz. Cambiaba estructuras mentales, fabricaba destinos. Todo esto se remonta a tiempos muy lejanos. Pues bien, la organización territorial española despierta en nosotros analogías estrictamente relacionadas con esos árboles; en nuestra visión de España hay una obsesión por encontrar el equilibrio en su ecuanimidad. O la unión soñada. Lo único que puedo afirmar es que la analogía toma cartas en el asunto. Aquí el pensar lo impensable se convierte en un acto moral, por así decirlo. Los árboles son seres vivos cuyos movimientos, fríos, sinuosos, siguen un ideal. Vienen a ser comparables a los pueblos. No temo ser exagerado, éste es un trabajo de la imaginación. Los árboles logran lo más difícil: unir sin esfuerzo lo real y lo alegórico.

Viene muy a cuento decir que existe correspondencia entre naturaleza e historia y política. Hoy España se halla en una encrucijada, vive en un infierno de inquietud: la conjunción entre democracia y re-centralización ha sido fatal. Existe una tradición hispánica de lucha por convicciones que han sido ignoradas. Imposible disimular la turbación que ello produce. En la situación en la que vivimos, hay complejidad, no se ve solución: España es una realidad que está perdiendo forma. Aquí cabe una confesión. Estamos en contra del nacionalismo. Defendiendo ideas, no territorios, algo acude a perfilarse entre la niebla.

Lógica histórica

Podemos comenzar. Las raíces son una de las partes principales de un árbol. En la encina, árbol ibérico por excelencia, las raíces adquieren especial interés ya que tras incendios y sequías pueden rebrotar vigorosamente. Es difícil no compartir admiración por ese árbol. La raíz pivotante es un fuerte vástago que se hunde en el suelo, de donde nacen las raíces secundarias. ¿Dónde situar las raíces de España, que se extienden a gran distancia del tronco? Por la analogía, por semejanza de contrarios, cierta cosa nos remite al mapa de la antigua Iberia. Los mares circundantes: el Cantábrico, el Mediterráneo y el océano Atlántico, y cerrando el paso por tierra, la cordillera pirenaica. Entre estos límites perfectamente diferenciados se sitúa la península Ibérica. O sea, España. Se ha dicho que es como si el corte del medio natural se ofreciera «al destino particular de un grupo humano». Un territorio apartado, con límites bien trazados y con un centro solitario. Una tierra armoniosa y acogedora. Como si el territorio «se ofreciera a la elaboración de una unidad histórica». Así sucede y así ha sucedido siempre.

Y ahora volvamos a las cosas fantásticas, volvamos a hablar de árboles. Creemos que pueden favorecer el encaje territorial. La analogía nos permite entreverlo. El producto de una serie de observaciones sobre campos distintos y comparables sirve más como medio de invención que como argumento probatorio.

La primera vez que oí la palabra «España» fue en la letra de una canción de Cecilia. «Mi querida España», decía. Yo era aún adolescente. El nombre, la palabra «España», sólo se escuchaba en la asignatura de Formación del Espíritu Nacional. En aquella Barcelona se vivía a despecho de la lógica histórica. No es temerario suponer que España fuera para mí inspiración, diálogo con la ausencia: oración y poesía. España aislaba y unía. Era el compendio de todo lo que ansiaba y temía. Invitaba al conocimiento de su paisaje. Azorín y Machado me enseñaron a mirar los árboles. Mientras leía, la mente viajaba hacia otro lugar. La poesía española fue crucial en mi formación. La manera de enlazar las ideas me viene de sus metáforas y de sus comparaciones. Aprendí a relacionar a este país con un árbol fabuloso, de grandes y dispares ramas. Solía concordar una cosa con la otra. Hubo ocasiones en que España se me antojó despiadada y fatal. Me suscitaba el conocido «Duelo a Garrotazos», la pintura negra más difundida de Goya, obra que expresa la violencia congénita de la vida española. Que en todo tiempo España hubiese estado en lucha fratricida era cierto en parte. La verdad es que el enfrentamiento se ha repetido una y otra vez, ha sido una nota constante de la vida política hasta nuestros días.

Aquí vale la pena una pequeña digresión. Catalanes y españoles compartimos el azul del cielo, la claridad de las nubes que pasan. Cuando hay imaginación y diálogo se desvelan retazos de cielo azul, la faz del cielo. Desde la muralla de los Pirineos hasta las vegas de Andalucía se extiende, aislado, inaccesible, el paisaje de Iberia. Se dice que la periferia, al no ser un mundo cerrado, parece volver la espalda a la meseta central. Desde el plano analógico, las regiones marítimas parecen destinadas a tener destinos autónomos, como si tendieran a desertar de la comunidad interior. La geografía es también hado, sino. Tampoco se puede vivir a despecho de la lógica geográfica.

Por medio de los trucos de la analogía se puede topar con lo incomprensible. Transfiriendo el asunto al plano imaginativo, el tronco, ah, el tronco, parte principal del árbol que nos hace participar de la energía de la tierra, equivale al idioma común. El latín que origina las lenguas románicas es otro dato que une. Hay una raíz y un tronco comunes de los cuales surgen las diversas lenguas peninsulares. Las regiones litorales fueron rápidamente romanizadas, y sojuzgadas durante siglos. Provenimos de una tierra donde no es posible sustraerse de la historia de Roma. El idioma que se fragua en Cataluña entronca concluyentemente con el latín.

Podemos ir pensando que el emblema del tronco ibérico es Faetón, y su afán, un deseo de subir alto y emprender grandes empresas. Todo está estrechamente relacionado.

No dejemos de mirar hacia el pasado. Visigodos y musulmanes cambian la suerte de ese tronco. Los visigodos, como es sabido, llegan de las Galias romanizadas, y tres siglos más tarde los musulmanes traen nuevas formas de vida.

Pero el sortilegio se desvanece. El tronco del árbol empieza a dividirse en ramas secundarias, bifurcándose en un mismo punto. Abordemos de nuevo lo real. La Edad Media discurre como un tren que avanza por la noche. Del mismo modo que en el siglo XII Castilla había paralizado la expansión de las clases medias, a diferencia de Cataluña, el tronco del árbol ibérico, que viene ahora a encarnarlo el pino piñonero, ha dejado de crecer hacia lo alto. Cuando ese tronco se ramifica, y las ramas forman una capa corimbosa, surge la complicación. Así como el parasol se consigue por la poda anual de los verticilos de ramas, hasta dejarle poco más que un plumero de ramaje en lo alto y parecer un candelabro que resalta contra la claridad del cielo, la historia implica apuro, dificultad, conflicto. Constituidos por conjuntos de ramas secundarias, los árboles ofrecen una silueta característica: piramidal, cónica, globosa, aparasolada, péndula, asimétrica… Las ramas pueden ser erectas, patentes, péndulas o colgantes. Siempre diversas.

El árbol de España viene a ser un compendio de varias especies. Tiene genes de encina y de pino piñonero, pero también lleva la carga genética del naranjo.

La historia continua. En el siglo XIII se viven los momentos de mayor armonía conocidos por España. No es difícil adivinar el porqué: los soberanos de la corona de Aragón son catalanes. Cuando Aragón se une por matrimonio con el condado de Barcelona, la aclamación linda con la reverencia. Aquello debió ser como soñar un sueño despierto.

Escrito por Ignacio Viladevall