Desafortunados los libros

Desafortunados los libros

Por Juan Bautista Durán

Trascendió en la prensa catalana el cierre de la biblioteca pública de un pequeño municipio del Ampurdán debido al escaso interés suscitado desde su apertura, ocho años atrás. En este tiempo, asegura el alcalde, si pasaron por las instalaciones «cinco personas ya es mucho». Ante tal circunstancia, el Ayuntamiento convino reformar la desafortunada biblioteca en un espacio coworking, de acuerdo con los nuevos tiempos, para beneficio de los jóvenes y de los emprendedores de la zona. Al parecer, la propuesta fue bien recibida y ya hay quienes acuden a diario a trabajar desde ahí.

Algunos vecinos se quejaron, si bien fueron los menos. Pocos podían quejarse, en verdad, sólo esos cinco que en su momento usaron los servicios de la biblioteca; y en tal caso, más que una queja, podían solicitar un arreglo. «Déjennos un mínimo espacio para nosotros», por ejemplo. Pero los libros volaron. Aparecieron amontonados junto al contendor azul, destinado al reciclaje de papel. Ciertas voces hablan de setecientos ejemplares y otras de dos mil, lo cual, tratándose de una biblioteca pública, es en cualquier caso una cantidad menor. ¿Cuántos miles de tomos puede albergar una biblioteca central y con años en sus estantes? Un montón… decenas y cientos de miles, y están ahí porque son cuidados, consultados, leídos y tenidos en cuenta. Según el alcalde, los que había en la biblioteca no eran demasiado relevantes, y los especialistas a quienes se lo consultó le aseguraron que no merecía la pena venderlos ni cederlos, ni intentar nada, debido a su «escaso valor».

No comparte esta opinión el ex-diputado en el Congreso Josep López de Lerma, quien donó parte de su biblioteca personal a la del pueblo y asegura que emprenderá acciones legales contra el Ayuntamiento. Los había de toda índole, dice, novelas de autores extranjeros, españoles y locales como Gironella o Espinàs, así como libros de historia o arte, y además no llegaron siquiera a exponerse. Habla incluso de «genocidio cultural», palabras a todas luces exageradas, propias de un mal lector, que el Sr. López de Lerma tendrá que matizar si de veras emprende las acciones legales. Una querella por el mal uso de su donación, desde luego, no estaría fuera de lugar. Ningún Ayuntamiento tiene derecho a tirar un fondo público a la basura, sin más ni más. Tampoco tiene demasiado sentido mantener abierta una biblioteca a la que apenas nadie acude, y por tanto, si el centro coworking atrae más a la población, bueno es el cambio.

Entre este tipo de nuevos espacios y una biblioteca, sin embargo, no parece que haya mucha diferencia, una cuestión de decibelios, nada más, que se solventa con los debidos tabiques. ¿Por qué no mantuvieron el fondo bibliotecario en el centro coworking? Esto es lo más sorprendente, por no decir grave, ya que acarrea el descrédito en que el libro ha caído como fuente de conocimiento. La idea tan repetida de Cicerón, según la cual uno lo tiene todo con una biblioteca y un jardín, se trueca hoy día en una buena pantalla y mejor conexión. Tengo internet, tengo acceso al mundo entero. Ésta viene siendo la premisa, también en el mundo laboral, una premisa equivocada, porque si bien internet es una herramienta muy útil, es al mismo tiempo un espacio confuso y viral donde el usuario puede verse más expuesto que en el centro de una gran metrópolis, perdido y solo. La inmediatez que conlleva, en efecto, es una maravilla para la comunicación y para tener primeros contactos con las materias deseadas y conocer las mejores fuentes, pero muy rara vez sirve para abundar en ellas. Es la principal distancia entre la pantalla y el libro. La escritura también se resiente de un formato a otro, y la capacidad de comprensión, y de esfuerzo.

Lo más preocupante en este caso ya no es que se tiraran los libros, sino que nadie mostrara el menor interés en mantenerlos. Disponer de un fondo de mil o dos mil libros siempre puede resultar útil para los usuarios de un espacio de estas características, y además, a poco que se acomode, la convivencia entre la clásica biblioteca y el nuevo ideal coworking parece más que factible. ¿No tienen acaso las nuevas generaciones necesidad de consultar libros, de buscar información e inspiración en obras literarias, humanísticas o científicas? ¿De verdad desprecian tanto el pensamiento y la labor de quienes nos preceden? Una biblioteca nunca hay que echarla a perder. Hay que cuidarla, como se cuida un jardín, y disponer para ello del esfuerzo de todos, porque ningún tiempo nuevo surge de la nada.