Entre Chacel y Caballero Bonald
Nos gusta la presencia de la naturaleza en la literatura. Celebramos la aparición de árboles y mariposas. El amor de la naturaleza es raro en la poesía española. En Leyendo a los poetas Azorín decía que se sienten poco los árboles, el campo, las flores; y que entre nuestros clásicos sólo hubo tres poetas que amaron la naturaleza: Gonzalo de Berceo, Fray Luis de León y Garcilaso. El amor al paisaje viene de lejos. El hechizo de la poesía del árbol tiene una fuerza enorme. No es posible detenerse a explicar por qué. Entre los árboles y la luz existe un parentesco: el árbol es un ser de luz, ¡que vive con la luz! Desprende energía y participamos de su aura. Y es más: de ello depende nuestro futuro. Su influencia en la calidad del aire y en la mitigación del cambio climático está sobradamente demostrada. Les prestamos atención porque proporcionan numerosos efectos beneficiosos. En ocasiones, la contemplación se transforma en visión, adivinamiento de lo fatal. La estampa del destino a menudo nos enerva. Muchas veces tememos que el planeta ha entrado en contacto con la extinción del prodigio.
Sin cambiar de tema, ahora vamos a guiñar el ojo a dos escritores españoles: Rosa Chacel y José Manuel Caballero Bonald. Ambos sienten la presencia de la naturaleza, sus textos arrojan inesperadas luces sobre la magia del árbol. ¡En sus frondas ven luz en el tiempo! En La sinrazón (1960) y en La noche no tiene paredes (2009) hallamos la brevedad de la naturaleza, la concisión del momento poético. No voy a hacer un estudio crítico, me limitaré a apuntar algunas ideas. Sigo el camino de la intuición.
A Rosa Chacel le preocupa el tiempo, su fugacidad; pero también los matices de la luz, las sensaciones de la vista. La luz es obsesión, algo que no puede apartar de su mente. Repasando las primeras páginas de La sinrazón, leemos que en una tarde con una luz que camina sobre el césped, el crepúsculo es tan breve que casi se le ve pasar. Se pierde en la contemplación del momento. Precisa: “Pasa un aire tibio, el cielo es limpísimo, nacarado, despide una luz desnuda, que pasa y se esconde entre los árboles copudos y en la sombra de los árboles brilla algún foco recién encendido”. Y concluye, audazmente: “es que ya ha pasado”. Pasa el tiempo y el árbol entra en otra luz; y los verdes se deslustran, se restauran. Sus efluvios crean un juego de sensaciones y fantasía, forman un mundo detenido en el tiempo, donde lo real alcanza una nueva dimensión. Es eso. En la culminante autobiografía de Chacel, no solo hallamos pensamientos sentidos, sentimientos pensados, encontramos árboles maravillosos; sauces, castaños, casuarinas, ombúes. Conviene saber que el ombú es árbol copudo, de copa grande, que acumula luces mágicas, solidarias, efectos de apariencia maravillosa. Ante una mariposa disecada, la escritora se aventura a observar: “Dios puede mover las alas de una mariposa muerta o trasladar una montaña, o hacer que no haya sido lo que fue.” Reflexión importante que raya lo inefable. Existen cosas que nunca se podrán explicar.
Pero hay más. Es preciso mencionar Ofrenda a una virgen loca (1961), porque en uno de sus relatos, “Lazo indisoluble”, percibimos como la luz, cuando la niebla se despega del río, “empieza a despertar el verde de los castaños”. Prodigioso apunte. A propósito de castaños; bajo el espeso follaje de ese árbol robusto descubrimos la mirada de la serpiente del Paraíso. ¿Ha tentado el progreso a la humanidad? Hay materia para hacer un estudio de la evolución del sentimiento de la naturaleza en la literatura.
Vayamos ahora al reino de los vivos. Hablemos de Caballero Bonald, uno de los grandes escritores españoles de los últimos años. ¡Cuánto nos encanta la plasticidad de su palabra poética! Releamos su décimo libro de poesía. En el poema “Nadie”, el poeta conversa con alguien que lo llama. Pese al mutismo del entorno, se abre un espacio donde el árbol parece suspirar por rebelarse.
Desoye el árbol las invocaciones
erráticas del viento, mientras
sus vacilantes cuencas enmudecen
frente a las desbandadas de la luz.
Cuando viene el viento, sentimos hondamente la responsabilidad del árbol. Los colores de la tierra cambian por instantes, según la transparencia del follaje. En tanto que las ramas enmudecen, los claroscuros recobran brío. Los retoques de luz verde tienen otro movimiento, otra cadencia; quizá es el impulso tumultuoso del progreso.
Como en un vaho gravita el anhelante
oficio de estar vivo y en lo hondo
de los drenajes de la soledad
los pájaros silencian sus generaciones.
“Vaho” es sinónimo de soplo; de tiempo brevísimo. Así pasa la vida como un soplo. Nadie al final responde al poeta. “Nadie, como Ulises”. Los días se malgastan entre atropellos y “remisas decepciones.” En el último verso sale “una pared vacía, una página en blanco”. A medida que avanzamos por el poema tomamos conciencia del medio. Vivir consiste en “ir dejando atrás la vida”, los árboles, el aire nuestro. Todo eso prodigioso que suspira por favorecer la vida, ahora parece quejarse. ¿Podrá España abordar en buena posición el desafío del cambio climático? Por un instante es posible creerlo. No hay un solo árbol que no se sienta responsable, solidario de su destino. Es por esto que nos interesa la pervivencia de la naturaleza en la literatura española.
Escrito por Ignacio Viladevall